Me atrajo hacia ella y sentí su aroma, aunque apenas pude ver sus ojos azules, brillantes en la negrura de la habitación. Tomó mi mano y me condujo fuera, hasta el portal. La larga escalera se extendía hacia arriba, vertiginosa, invitándote a subir. Con algunas plantas acechantes en cada rellano. Por el tragaluz cegado del tejado se colaba algo de la claridad de la luna, y los duros trozos de granizo chocaban incesante provocando un sonido atronador, inquietante.
- Vayamos arriba. –susurró.
- ¿Ahora? ¿Te has vuelto loca?
Su mirada indicaba una terrible ansia de adrenalina.
- Está bien, si te da miedo, espérame aquí…
Y con un ligero y efímero movimiento desapareció de mi lado. Antes de que sus pies se alejaran por la escalera, me pareció oír un quedo susurro. Aunque bien pude haberlo imaginado. No podía permitirle ir sola. ¿Y si le pasaba algo?
- ¡Espera!
Y fui tras ella. Sus pasos se detuvieron de golpe, y mis manos, torpes en aquel vacío, se toparon con sus caderas.
- ¿Vienes conmigo? –preguntó.
Y su voz sonó insinuadora, irresistible. Un pequeño haz de luz, me permitió ver sus ojos, clavados en mí, radiografiándome, acelerando mi corazón. Rocé su pelo con la punta de los dedos. Estaba tan hermosa que el deseo de seguir junto a ella comenzaba a imponerse al vago terror que me turbaba. Una mezcla de recelo y voluptuosidad imposible de describir inundaba todo mi ser.
Era una locura ir ahí arriba pero, cuando rozó sus labios con los míos, un instante, supe que lo haría, que iría al fin del mundo.
La puerta se abrió como por arte de magia cuando tiró del pequeño cable que activaba el mecanismo de la cerradura, invento Jo, tan hábil como siempre. Cogidos de la mano, nos adentramos en esa casa que ocupaba mis pesadillas. Estábamos en medio del pasillo. Y a pesar de la hora, aún se veía una pequeña luz al final del pasillo, en el comedor. Caminamos lentamente hacia el lado opuesto, por donde estaban las tablas de madera que crujían cuando las pisabas en el lado equivocado. Andábamos lentamente, tratando de encontrar la parte del suelo que no nos traicionaría. Tenía un oído realmente increíble, y más, teniendo en cuenta su edad. El más mínimo error, lo notaría.
Su pie vaciló un segundo y yo la sujeté fuerte. Me puse de puntillas y me pegué a la pared. De pronto, su dedo trazó un semicírculo en la palma de mi mano, y un escalofrío me recorrió. Fue tan solo un instante. Lo justo para perder la concentración. Apoyé el pie izquierdo en la tabla equivocada y un ligero crujir acompañó a mi pie. Se giró rápido y me miró con una pizca de miedo en los ojos, probablemente tan solo un ligero y efímero reflejo del mío. Ambos contuvimos el aliento, o quizá es que no podíamos respirar. Un sudor frío nos recorrió enteros, cuando oímos el sonido de una silla al arrastrarse. Una mirada fue suficiente, una señal… Y corrimos.
Corrimos como nunca. Pasamos por delante de los enormes baúles con esos cascabeles encima, que resonaron con el movimiento del aire cuando seguimos hacia el fondo del pasillo. Casi estábamos al final, cuando nos desviamos a la izquierda, de golpe. Mi mano, libre de la suya, se mecía solitaria y perdida junto a uno de mis costados. Entramos sin miramientos en la sala azul y atracamos la puerta con la barra metálica que colaba detrás. Solo en mínimo obstáculo fácilmente salvable.

Y se encendió la luz. Tenue y algo lejana, desde debajo de aquella enorme cama. La sombras de su cuerpo de proyectó en la pared y pronto fueron visibles esas zapatillas de esparto azules. Andaba tan quietamente, que si no la hubiera visto andar, no lo hubiera creído.

Nos quedamos quietos, mudos en el pasillo, mirando a todas partes y en verdad a ninguna. Su brazo, en tensión junto al mío. Escalofrío. Un crujido a nuestras espaldas, fruto de la madera antigua nos hizo correr. Y cuando la vimos aparecer delante de nosotros, la confusión fue tal, que tropezamos al intentar huir en otra dirección. Se agarró de una cortina cercana, de cuadros rojos y negros como las de nuestro cuarto. El peso hizo ceder la barra y se vino abajo. Gritamos e intentamos protegernos con los brazos. Tras la cortina apareció otra puerta, mucho más grande y majestuosa que las demás de aquella casa. La cerradura enorme; la llave echada. Y una gran barra de hierro atascaba la puerta, de lado a lado, protegida a su vez por otro candado. Una pequeña ranura a un lado de la puerta, dejaba entrar en el pasillo una luz de un extraño color. Un color que nunca había visto antes. Podría haberse dicho que era color ultravioleta, si alguien alguna vez lo hubiese visto. Pero como no era el caso, sería imposible decir que color era, a no ser que me invente una palabra nueva. Nuestros rostros bañados por esa luz se quedaron en blanco, pálidos, deseosos de abrir la puerta. Rocé su mano de nuevo y me la tomó, fuerte. Pero no nos miramos; no habríamos podido aunque hubiésemos querido. Un escalofrío; la goma de mis calzoncillos cedió. Bajé la vista y vi nuestras manos y, un poco más arriba, la extraña expresión de su rostro.
1 comentario:
Excelente. Interesante esos bosquejos de lenguaje corporal. Pero la última frase tiene alguna errata y no estoy muy seguro de que se entienda correctamente.
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