A, 30 de abril: Caballo de los sueños.
B, 7 de mayo: La noche del soldado.
A, 14 de mayo: La calle destruida.
B, 21 de mayo:
Melancolía en las familias.
A, 28 de mayo: -Son cosas que pasan el día antes.
-¿El día antes de qué?
-El día antes de la felicidad.
B, 4 de junio: -Son cosas que pasan el día antes.
-¿El día antes de qué?
-El día antes de la felicidad.

domingo, 17 de enero de 2010

Mis recuerdos de Navidad

Aquellos años parecen lejanos, distantes… cada vez que recuerdo las vísperas de navidad revivo la ilusión de esos momentos; esa tensión que hace excitarnos y nos envuelve con nervios y felicidad. Cada vez que pienso en ello para sentirme alegre, veo con total nitidez la imagen de mi abuela, siempre sonriente y risueña. Recuerdo cómo prestaba atención a todos los detalles, por minuciosos que fuesen; desde planchar a la perfección el mantel blanco de la mesa, hasta colocar al milímetro todos los cubiertos y platos. Antes de la hora de la cena ya lo tenía todo preparado: las tazas para el consomé, los langostinos colocados en grandes fuentes, la diversa variedad de quesos en una tabla y la carne cortada en finas lonchas en la cazuela, junto con el guiso; todo listo para servir. Lo único que mi abuela no preparaba eran los turrones. Ella sabía que a mí me encantaba desenvolver las tabletas y partirlas en cuadraditos pequeños que luego colocaba en un plato. Nada estaba puesto al azar; según el color de los trozos de turrón éstos se disponían de un modo u otro. Para decorar siempre ponía piñones, porque le daban alegría al plato. Para finalizar colocaba los polvorones alrededor de éste. Para la cena, mi abuela siempre se ponía un vestido elegante y fino. Le gustaban con tonos dorados y por debajo de la rodilla. Luego se iba a su habitación y se peinaba durante largo rato, hasta que el peinado estuviera perfecto: no podía haber ningún mechón de pelo fuera de su sitio. Por último llegaba el maquillaje: unos ojos perfectamente difuminados y los labios cubiertos de rojo carmín. Tras todo este largo rato de preparación, llegaba el turno de las fotos. Esto era realmente importante para mi abuela. Siempre hacíamos muchas porque decía que así podríamos recordarla bien cuando ella faltase, pero yo sé que, además, era porque le gustaba salir guapa. Por fin llegaba el momento que mi abuelo llevaba deseando días antes. Llevábamos las fuentes y tazas a la mesa y empezábamos a cenar. Todo estaba delicioso. Mi abuela, además de poner mucho cuidado y cariño, tengo que reconocer que tenía habilidad para la cocina. En mi casa, los langostinos son una tradición en las comidas y cenas navideñas y, por eso, todos los años repetimos la misma costumbre. Tras la cena, mis abuelos siempre nos daban algo de dinero para que nos comprásemos lo que quisiéramos; decían que así no tendrían oportunidad de equivocarse en nuestro regalo. Luego nos convencían de que había que irse pronto a la cama, o de lo contrario, Papá Noel no vendría y al día siguiente no tendríamos juguetes. Esto era un fastidio, porque yo siempre quería quedarme viendo alguna película navideña que ponían en la tele pero, por esos entonces, aún tenía miedo a quedarme sin regalos, de modo que más valía hacerles caso. Nos daban un beso de buenas noches y nos íbamos a acostar. Mi hermano dormía con mis padres en la misma habitación, porque allí, en Madrid, no había suficientes para todos. En cambio yo me iba a una habitación pequeña y acogedora. Algún año la compartía con mi hermana pero, casi siempre, estaba yo sola. Esa noche era difícil dormir bien. Los nervios no dejaban que el sueño pudiera vencerme fácilmente. Deseaba que fuese ya el día siguiente para poder abrir mis regalos, pero el tiempo pasaba despacio. Además el molesto tic-tac proveniente del pasillo tampoco ayudaba mucho. Por la mañana recuerdo que mi hermano solía venir corriendo a mi habitación para despertarme. Parecía inquieto… ¿qué le pasaba? Al segundo caía en la cuenta:
- ¡Los regalos!- pensaba mientras me levantaba de la cama de un salto.
Íbamos corriendo al salón y allí estaban: paquetes envueltos en papeles de colores intensos, vivos y brillantes. Todos colocados bajo el árbol de navidad, junto al belén. Esperábamos inquietamente a que vinieran nuestros padres y abuelos y, por fin, empezábamos a desenvolverlos. Yo siempre tenía cuidado con el envoltorio, era tan bonito que me daba pena romperlo; intentaba quitar el celo poco a poco para no estropearlo. Tardaba mucho en abrir cada regalo y esto aumentaba, aun más, mi inquietud. Una vez abiertos y, tras habérselos enseñado a mi familia, llegaba el turno de desayunar. Magdalenas, tortas, galletas, turrones, mazapanes… había de todo; lástima que yo nunca tenga demasiado apetito por la mañana. Después de desayunar lo único que queríamos mi hermano y yo era volver al salón para empezar a disfrutar de los nuevos juguetes que estaban descolocados sobre la alfombra. Así año tras otro fueron discurriendo las Navidades y Nochebuenas. Este año todo ha sido diferente… mi abuela ya no estaba con nosotros para preparar la cena o hacernos fotos, ni para alegrarnos con su compañía. Cuando eres pequeño crees que todo es para siempre, que las personas a las que quieres jamás se van a ir de tu lado, que nada se va a acabar. Sabes que la vida tiene un fin, que todo el mundo se muere, porque te lo han contado desde donde te alcanza la memoria, pero en realidad esas cosas no te las planteas. Ahora entiendo lo que me quería decir mi abuela. A veces, cuando la echo de menos, sigo su consejo y me pongo a mirar los álbumes de fotos; pero, tan solo, para recordar anécdotas del pasado, porque a ella jamás podría olvidarla.

1 comentario:

José A. Sáinz dijo...

Bonito, emotivo y con profundidad.